Los ríos que cruzan las ciudades llevan muchas cosas además de agua: son rutas de la memoria y a su vez de toda clase de objetos, tóxicos o residuos que son arrojados o se caen en ellos. En el caso del río Medellín, que cruza la ciudad y al que llegan diferentes quebradas y caudales bajotierra, también se hallan cuerpos no-humanos, junto a aquellos humanos traídos hasta allí por esos otros ríos que nos cruzan, los de la sangre de los conflictos internos y la violencia que aún visita tantas esquinas de una ciudad en la que el duelo no cesa.
Lo particular del río Medellín es que, si bien hay zonas canalizadas donde la corriente se controla bajo el diseño de la metrópoli, hay también otros espacios donde el río va más abierto y la canalización se expande hasta rozar viviendas y abrir paso a una suerte de playas improvisadas, en gran medida determinadas por la sequía del río mismo y comúnmente rodeadas de objetos, escombros, residuos y restos que se entremezclan en el cauce del río mismo y van a dar a sus orillas, o por lo contrario, son arrojados desde estas.
Entrando al barrio Moravia, un territorio profundamente afectado por el desplazamiento y el conflicto armado, hay una pequeña trocha que se presenta justo al lado de la calle y conduce directamente a uno de estas playas, conocida antes como la “curva del diablo”, nombre que se le atribuye por ser un lugar donde en repetidas ocasiones se han arrojado cuerpos humanos asesinados. Hoy en día, muchas personas prefieren llamarla “curva de la virgen”, como un gesto de regeneración y un símbolo de la transformación que ha vivido el lugar, ya que si bien la violencia es aún presente en sus alrededores, ha ido cesando con los años, en gran medida gracias a la comunidad misma y las iniciativas culturales, artísticas y humanistas que buscan sanar las heridas que aún sangran entre las grietas de concreto.
Fue en esta curva misma donde entre las escuetas escalas improvisadas con la tierra, fueron bajando a la playa las integrantes del grupo Orula, quienes sorteando los escombros caminaron hacia la marimba que las acompañaría en su ceremonia. El grupo está conformado por ocho mujeres cantoras, bailadoras y mensajeras de la memoria afrocolombiana, provenientes de diferentes lugares del país, a quienes Medellín les sirvió como un punto de encuentro para tejer un proyecto que desarrollan desde hace casi una década y con el que buscan un intercambio y una sensibilización con las personas de la ciudad en pro del rescate de saberes ancestrales y patrimoniales que hallan en los ritmos, cantos, relatos orales y bailes.
Lo que las convocó a Auditum fue precisamente una escucha del territorio donde se reconoce la violencia que viaja por las aguas y a ella se le canta, entonando una serie de “alabaos sociales”, cantos ancestrales pensados específicamente para despedir a los muertos, para permitirles desde el sonido el duelo y la trascendencia. La marimba dicta el tono nuclear de los cantos, al que se adhieren las dos voces principales para cantar a la vida que se va, rezar por su elevación y pedir a la divinidad que acoja las peticiones. Cada voz principal emite una frase cantada a la que responden las seis coristas, generando un bucle constante, donde se mantienen secuencias melódicas que a su vez conservan un ritmo que envuelve la escucha en un ritual colectivo, no solo entre los presentes, sino también con los rastros y las ausencias, un encuentro entre lo orgánico y lo inorgánico, una escucha entre el cielo y la tierra.
Quienes presencian el rito, solo se disponen a la escucha. El silencio y la atención se convierten en un acto solemne de respeto por el canto y por quien se canta, revelándose como espacios para curarnos donde cada cuerpo y cada par de oídos allí presentes aporta a la energía que el sonido convoca, generando un movimiento que, como el río y junto al río, busca un tributo a la vida, una forma de despedirse no solo de quienes la violencia nos ha quitado, sino del dolor mismo que esta ha generado. Es una forma íntima de fluir con el caudal de la guerra y la ausencia.
No pudo haber mejor forma para cerrar Auditum X, un festival donde respiramos el silencio, meditamos el sonido y celebramos la escucha desde la delicadeza y el contraste, desde la manifestación sónica material y concreta y su revelación profunda en la escucha que deviene espiritual, interior y colectiva. El alabao, aquí más que un lamento, fue un sello de liberación, una fuerza sónica para la sanación, una forma de bendecir el ruido atronador de la violencia. Como canta Orula: humanos, ángeles y dioses, buscando el descanso eterno.